El cobre en la ópera Garnier de París

Manuel Polls


La capital de Francia es una de las ciudades más bellas y espectaculares del mundo, y su historia ha venido a menudo articulada por un relato sobre la luz, sea la luz natural o la artificial. Desde el apodo que se le dio al Rey Sol (1643-1715 largo reinado de Luis XIV), hasta las modernizaciones de alumbrado y ampliaciones de luminosas avenidas, llevadas a cabo por Haussmann y Napoleón III entre 1852 y 1870, durante el Segundo Imperio. París fue así dejando atrás su carácter de villa con oscuras callejuelas medievales, para convertirse en una urbe al mismo tiempo moderna y grandiosa, cuyos puentes sobre el Sena, edificios y monumentos admiraron y aún admiran a todos cuantos la visitan. Fruto de esa admiración, París se ganó el apelativo de Ville Lumière (Ciudad de la Luz). 

Ya en 1667 el prefecto de la Policía de París nombrado por Luis XIV, Gilbert Nicolas de la Reynie, ante la alta tasa de criminalidad callejera, ordenó en 1667 colocar lámparas de aceite y antorchas en puertas y ventanas para disuadir a los malhechores al privarles de la oscuridad y exponerles a que pudieran ser vistos e identificados tras cometer un delito. Asimismo la Ilustración francesa aportó mucha luz al oscurantismo e ignorancias del medioevo, reinante hasta el siglo XIX en la mayor parte de las ciudades europeas. 

Pero fue en 1830 cuando finalmente se implantó en todo París el alumbrado de gas (desarrollado entre otros por el ingeniero y químico francés Philippe Lebon). Gracias a esta innovación, la magnífica iluminación de las calles y los pasajes comerciales parisinos habría fascinado a los europeos de la época, y en particular a los ingleses, que no dudaron en bautizar a la urbe como “City of Lights”. 

Por aquellos entonces de 1861 se inició también la construcción de la Opera Garnier de París, con sus estatuas de soberbios acabados y sus más de cinco metros de altura, o las estatuas ecuestres del Pont d’Alexandre. Podríamos imaginar que fueron necesarios grandes talleres de fundición para producir estas unidades. Nada más equivocado; en el caso de la Opera Garnier se consideró que unas estatuas de fundición, que necesariamente deberían tener un espesor respetable y estarían situadas a gran altura a los lados de la fachada, serían excesivamente pesadas para tal situación y se decidió recurrir a la galvanoplastia de cobre, de la que existían realizaciones notables, para incorporar las estatuas. 

Esta alternativa permitía, con la tecnología de 1860, obtener formas tridimensionales de grandes dimensiones con el espesor mínimo para ser fácilmente transportables. Lo sorprendente fue que, además y pese a la comparativa lentitud del procedimiento de la deposición galvánica del cobre, al considerar el trabajo total de realización, incluyendo el laborioso acabado superficial de las piezas en caso de ser fundidas, el proceso resultaba más rápido y económico. 

La galvanoplastia, en su acepción general, es el proceso en el que por medio de la electricidad, se cubre un metal, normalmente cobre, sobre otro a través de una solución de sales metálicas (electrólisis) con el objetivo de modificar sus propiedades superficiales, aumentar su resistencia a la corrosión y al ataque de sustancias químicas e incrementar su vida media. 

La fachada principal de la Ópera de París cuenta con dos grupos escultóricos que rematan los cuerpos salientes de cada extremo de la logia de entrada. Representan a la música y a la palabra, confirmando la función del edificio: el teatro musical que las conjuga. Son dos conjuntos de bronce dorados por galvanoplastia que esculpió Charles-Alphonse Gumery (1827-1871). El grupo occidental (izquierda del espectador desde la plaza) se denomina L’Harmonie y el oriental, La Poésie. La primera es una figura femenina alada que está de pie y se identifica por sostener una lira en su brazo izquierdo. Se encuentra flanqueada por otras dos figuras también femeninas y aladas que están sentadas sujetando unos clarines. Aquí la armonía sí es referencia directa de una de las claves fundamentales de la composición musical. Por su parte, la Poesía representa a la palabra, y aparece igualmente como una figura femenina erguida y alada, sosteniendo un cetro y una corona de laurel, premio habitual de certámenes literarios y juegos florales. De igual forma que la anterior, está escoltada por otras dos figuras aladas sentadas que portan también coronas.


La fachada de la Ópera se ve también condicionada por la presencia de El grupo “Apolo, la Música y la Poesía” de Aimé Millet, que corona el Palais Garnier. Louis-Émile Durandelle fue el artista que llevó a cabo la escultura que sería fundida en bronce.


Está protagonizado por Apolo, el dios griego, hijo de Zeus, protector de las artes, y en particular de la música y de la poesía como muestra el hecho de que uno de sus atributos habituales fuera una lira. En el caso del Palais Garnier, un Apolo desnudo (solamente lleva una capa que le cubre la espalda) levanta su lira dorada con ambas manos sobre su cabeza (en un conjunto que cuenta con unos siete metros y medio de altura y se eleva 69 metros desde el suelo). A su vera, se encuentran sentadas las musas de la Poesía y de la Música. Mirando desde el frente de la fachada, a la derecha la Poesía sujeta un estilete con el que se dispone a escribir en una tabla que sostiene con la otra mano y, a su izquierda, la Música aparece con una pandereta apoyada en su rodilla. Es la representación de una ceremonia: desde la cúspide del edificio, el dios Apolo ofrece a los parisinos la lira (el instrumento simbólico para músicos y poetas) con el refrendo de las musas. Este acto ensalza definitivamente a la música como esencia del edificio.


Como resultado, cuando se propuso adornar el Pont d’Alexandre para conmemorar la visita del Zar de Rusia a París, se decidió utilizar el mismo procedimiento de galvanoplastia para realizar las gigantescas estatuas ecuestres de que está dotado, cosa que se ha repetido luego en otros lugares de la urbe menos característicos. Con el mismo proceso se fabricaron en aquella época numerosas obras de arte partiendo del modelaje en escayola o arcilla realizado por el artista. El procedimiento permitía reproducir con absoluta fidelidad los menores detalles de brillos y contrastes del original.


¿Cómo se realizaba el proceso de la galvanoplastia con cobre? En la fabricación de estatuas se empleaban básicamente plata o cobre. En ambos casos, el depósito metálico se obtiene descomponiendo por medio de la corriente eléctrica una solución salina que contiene el metal a depositar. Evidentemente, era básico disponer de una fuente de energía eléctrica suficiente para movilizar galvánicamente grandes masas de metal y obtener esta fuente fue el resultado de una labor de muchos físicos durante sesenta años, iniciada por Galvani en 1780. 

Se depositaba este molde en una cuba de madera que contenía una disolución de sulfato de cobre, además de un saquito con cristales de sulfato para mantener la saturación de la solución. Por acción de la corriente, la sal de cobre se descompone dando oxígeno, que va al polo positivo y se desprende al aire, y cobre, que se deposita sobre la superficie de plombagina. Al cabo de pocas horas quedaban llenos los huecos del molde con un depósito que aumentaba sin cesar y que reproducía con una extraordinaria fidelidad los detalles más delicados del original. Al cabo de dos o tres días, cuando la capa había alcanzado el espesor que se juzgaba necesario, se retiraba del baño y se extraía del molde, al que le unía una adherencia muy débil, obteniendo de este modo una reproducción exacta del modelo. Si el tamaño y espesor del objeto lo exigían, la duración de la operación era mayor y se realizaba en varias secciones que se montaban posteriormente. 

Una primera aplicación industrial “de serie” sería el recubrimiento con cobre de los candelabros de iluminación de fundición de las calles de París, realizada hacia 1870 en un baño de sulfato de cobre con una lenta deposición simultánea sobre una serie de unidades en el mismo baño. Al cabo de una semana se formaba una capa de 2 mm de espesor al que se trataba de un modo especial para darle el aspecto broncíneo final de estos postes de iluminación. 

Alguien dijo, en un film titulado “Casablanca”: “Siempre nos quedará París”. París, la maravillosa ciudad de la luz, que debe en buena parte su apodo al cobre, que cubrió sus farolas y estatuas en el siglo XIX, mucho antes que el filamento eléctrico, también de cobre, condujese la luz a todos los domicilios. 

Por cierto, y hablando de cine y luz, recordar que tal vez no fuera por casualidad que se apellidasen Lumière (luz en español) aquellos dos hermanos, Louis y Auguste, que empecinados en el descubrimiento del cinematógrafo, llevaron a cabo la primera proyección pública de una película, en 1895 y en París…


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Manuel Polls